El primer cuento hace su presentación. Acá lo dejo, para que lo lean y, si les place, comenten. Próximamente, las críticas de El corrector líquido. Disfruten.
CASCADAS TRÁGICAS
La Calle Mayor era larga, seria,
gris y un poco triste. Unía los dos grandes negocios de la villa, la prisión en
un extremo y el hostal en el otro; en el centro, el café. Lejos de él, la
carretera de circunvalación, poco transitada, también pasaba frente a los dos
establecimientos que concentraban el empleo y el alojamiento, voluntario o no,
de la pequeña ciudad.
Era ésta un poco presuntuosa,
pétrea, palacial (se presentía un pasado esplendor perdido), pausada, y poco poblada.
El café era vetusto y decadente, oscuro y alargado; también debía haber vivido
mejores tiempos, según anunciaba su decoración casi centenaria. La barra era
amplia, alta, acerada y antigua. Tras ella se parapetaba un mandil, y tras este
otro muro, de tela, miraba pasar la vida el dueño, canoso, circunspecto y
curioso.
Al propietario le gustaba matar
el tiempo con sucesiones de términos con las que jugaba a describir el mundo; y
a veces, cuando el tedio era mucho, asesinaba a Cronos buscando similitudes
entre algunas de ellas. Sereno, senecto,
secreto, sedentario, sedante, seco, solitario, satisfactorio, era su último
circunloquio, en este caso sobre su pueblo. Él, a aquellos arabescos, los
llamaba cascadas de palabras; quizá porque escasas eran allí las lluvias, y
cuando aparecían, lo hacían torrenciales para desgracia de los campos.
También, la rara vez que tenía un
cliente nuevo, le gustaba adivinar su razón, quién era y a qué había venido; se
vanagloriaba de acertar habitualmente. Y desde hace días tenía a aquel
forastero.
Llegaba siempre temprano, siempre
vistiendo un traje negro, siempre saludando igual de correcto, siempre ocupando
la misma mesa. Todos los días leía el periódico mientras desayunaba un café
solo; todos dejaba la misma propina, y todos, tras devolver la prensa
cuidadosamente y despedirse, abandonaba el local doblando hacia la derecha, en
dirección al hostal siempre; y siempre solo.
-Aspecto pulcro aunque austero,
gesto más serio que amable, correcto y educado, pero casi mudo; metódico,
madrugador, miniatura de medalla en el ojal ¿qué hará por aquí?-No daba con la
solución y eso le rompía su equilibrio cotidiano, aunque le gustaba la exacta regularidad
de aquel hombre.
A veces, al entregar el cambio,
había visto al señor mirando en su cartera una foto de una dama y unos
adolescentes; y una alianza en su anular; y amargura en sus azules ojos,
enmarcados por profundas ojeras ¿viudo? Quizá una terrible desgracia le había
quitado a todos los suyos.
El café y el pueblo, para el
hostelero, eran atávicamente ordenados, felizmente monótonos, satisfactoriamente
aburridos, y acogedoramente fríos; nada alteraba su tranquilo ritmo. Hasta el
gato del local tenía aquel carácter; no se le conocía ninguna estridencia, y
pasaba las horas sesteando junto a la estufa. Asemejaba un peluche.
El hombre había llegado a su hora,
dado los buenos días, e instalado en su mesa, convirtiéndose en el tercer ser semivivo
del establecimiento. El dueño contestó, y le sirvió con la moderada alegría que
le daban las pautas rituales; le gustaba que todo fuera así; sosiego y rutina. El
felino dormía, y él se dispuso a hilvanar sus palabras, como todos los días.
La mañana, que había empezado con
claridad serena, viró a una atmósfera inquietante de tormenta; había nacido
alegre y azul, pero se frustró joven, y se volvió oscura y plomiza; como ellos.
Un viento sospechoso comenzó a soplar. Bruscamente sonó un tremendo trueno -el
gato saltó electrizado lanzando un terrible maullido; al barman se le cayó la
taza, eternamente refregada, haciéndose añicos- siguiéndole otros, y multitud
de grandes gotas repicaron sobre los cristales.
El cliente apretó fuerte las
manos que sujetaban el diario, arrugando sus hojas. De inmediato lo lanzó
abierto contra la mesa, y arrojó también un billete excesivo. Después se
levantó bruscamente y, mucho antes de su hora habitual, se dirigió rápido a la
puerta sin esperar su cambio. No se despidió, y dobló hacia la izquierda
presuroso, en dirección al presidio.
El mundo del propietario, de
repente, cogió una velocidad de vértigo, y una estridente sirena comenzó a
sonar en el interior de su cabeza. Alarmado, corrió hacia la mesa. Vio el
periódico abierto en una página; destacaban unas fotos antiguas, de una mujer joven
con unos niños a un lado, y de un individuo de aspecto patibulario al otro; éste
terminaba, precisamente hoy, una larga condena en el penal local por el
múltiple crimen, narraba la noticia. Salió fuera seguido por su macota.
El hombre se hallaba ya muy lejos y no atendió
a sus gritos. Caminaba acelerado, y sus ojos tristes habían tomado un tono
metálico y duro. “Auténticas cataratas caían
de los crecidos cúmulos, corrían por los canalones, y calaban al negro caballero
en su camino hacia la cárcel” pensó el barman. Bajo la chaqueta del
forastero, en su cinto, reflejaba los destellos eléctricos el cañón de una
pistola. Clamaba a agonía una campana, en una calle con una luz casi
crepuscular. Una catedral de rayos crispaba el cielo. El dueño y el gato se
estremecieron con el último relámpago, que más que de las nubes, jurarían
emergía de la mano del cliente.
Jesús Javier Corpas Mauleón